Definitivamente, la política británica no tiene nada que ver con la española.
A pesar de haber contribuido a que el Partido Laborista haya ganado las elecciones y pueda gobernar durante una tercera legislatura consecutiva por primera vez en su historia, hay voces en el partido que piden que Tony Blair deje cuanto antes su cargo de primer ministro y líder de la formación. Los laboristas, pese a mantener la mayoría absoluta, han perdido alrededor de 100 escaños por el desgaste del Primer Ministro, estigmatizado por Irak y la pérdida de confianza de la sociedad británica. Blair había anunciado que, aunque ésta va a ser la última vez que se va a presentar, tiene pensado agotar la legislatura al frente del país. Sin embargo, pocos creen que esto pueda ocurrir. Los medios de comunicación llevan varios días haciendo cábalas sobre cuándo será el momento que Blair se vea obligado a retirarse y dejar paso, previsiblemente, a su segundo de abordo, el ministro de economía Gordon Brown.
El partido Conservador no muestra una imagen más cohesionada. Pese a unos razonables resultados electorales, Michael Howard, un líder que ha servido para frenar la caída libre de la formación durante los últimos años, ha anunciado que deja el puesto, ya que con su edad avanzada no se ve preparado para disputar las próximas elecciones. El anuncio fue recibido con sorpresa por los comentaristas, y los posibles pretendientes al puesto ya han tomado posiciones. Es la creencia general que el partido tiene que renovarse y dejar de ser el "partido antipático" o nasty party, involucrándose en muchas de las preocupaciones de la sociedad que han pasado por alto hasta ahora.
En la política británica no son frecuentes los liderazgos a prueba de bombas. El caso de Tony Blair, tan vulnerable pese a haber sido uno de los líderes laboristas de más éxito de la historia, es un buen ejemplo. Lo es también, yendo más atrás en el tiempo, el de la propia dama de hierro, Margaret Thatcher, que fue apeada del poder a la fuerza cuando su partido temió que sus impopulares políticas, como el Poll Tax, les llevarían a perder el poder.
Y es que el margen de maniobra en los partidos políticos británicos es bastante amplio. La cultura parlamentaria de este país tiene un concepto interesante: el de backbencher, o "diputado de base". Los backbenchers son los diputados que no desempeñan ningún cargo en el Gobierno, si son del partido gobernante, o en el "gobierno en la sombra", si son del partido en la oposición. Por ello, no están sometidos a la misma disciplina que los frontbenchers. Los backbenchers rinden cuentas a su circunscripción electoral y a sus convicciones, y no tanto a los dirigentes de su partido. Es una consecuencia del sistema electoral británico, por el cual cada circunscripción escoge un sólo diputado. En ocasiones, los backbenchers pueden rebelarse contra su propia formación, como ocurrió recientemente con los laboristas en las votaciones sobre Irak, sobre la subida de tasas universitarias y sobre la insitución de hospitales-fundación. Los partidos políticos, para asegurarse de que los backbenchers no se salgan de madre, cuentan con la figura del whip.
Comparemos este panorama con el español. Aznar logró, a lo largo de los años que goberno el país, convertir el PP en un partido de disciplina soviética, donde no se podía advertir la menor fisura. La votación en el Congreso sobre la colaboración de España en la invasión de Irak, pese a ser secreta, vio cómo todos los diputados populares apoyaban unánime y acríticamente la decisión del presidente del Gobierno, pese a la fuerte oposición de la mayoría de los españoles. Ninguna de las otras pifias del PP, como la gestión de la crisis del Prestige o el accidente del Yakolev, han sido criticadas por nadie de entre las filas del partido. Después de perder las elecciones el año pasado, casi nadie en el PP admitió la menor autocrítica salvo como figura retórica. Incluso hoy, más de un año después de que Aznar dejase la dirección del partido, el ex-presidente sigue teniendo una influencia decisiva en el partido, que sigue rigiéndose según la ortodoxia aznarista; nadie es capaz de cuestionar en público su legado.
El PSOE es una formación algo más plural pero tampoco mucho más. En el pasado, durante los negros últimos años de gobierno de González, nadie en el partido fue capaz de enfrentarse a la guardia felipista, cuya inacción ante la corrupción fue tan flagrante que incluso el aborregado y conservador electorado español les tuvo que dar la espalda. En la actualidad con Zapatero parece que las cosas han mejorado, pero uno no sabe si es debido a su talante o a su debilidad y bisoñez.
El problema es que en España lo que se considera natural y deseable que los partidos políticos sean entidades monolíticas gobernadas con mano de hierro por sus líderes. Poca gente entiende que, al igual que es normal que en la sociedad haya diversidad de opiniones, en los partidos debe hacer cierto margen de movimiento. Es un defecto también de los propios medios de comunicación: cada vez que se detectan divergencias dentro de una formación se interpreta como un signo de debilidad y hasta de "crisis". Nadie valora lo importante que es mantener y favorecer el sentido crítico, y que en un partido caudillista donde nadie lleva la contraria a su gran líder es más fácil que se cometan errores. Y se pierdan elecciones.
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