El viernes se aprobó por fin en la Cámara de los Lores la polémica ley antiterrorista que había sido protagonista de la actualidad política de lás últimas semanas. La ley, propuesta por el recientemente dimitido ministro del interior David Blunkett y ardientemente impulsada por su sustituto Charles Clarke, se enfrentaba a la oposición feroz de Conservadores, Liberal-democratas y un buen número de diputados laboristas, quienes estaban en contra de los recortes a las libertades fundamentales que autorizaba.
La nueva legislación permite la detención de ciudadanos sospechosos de ser un riesgo terrorista y la aplicación, sin necesidad de proceso judicial, de "control orders" o penas de limitación de libertad, como arresto domiciliario o la prohibición de usar teléfonos o Internet. El motivo por el cual el gobierno británico tenía tanta prisa por introducirla es la prescripción de la actual legislación antiterrorista, introducida en 2001 a raíz de los atentados en EE UU, y que recientemente fue declarada contraria a los Derechos Humanos por el Tribunal Supremo británico (los Law Lords, que forman parte de la Cámara de los Lores). En aplicación de esa legislación se internó en la prisión de Belmarsh a una serie de sospechosos de terrorismo, que llevan ya más de tres años sin ser llevados a juicio y en unas condiciones no muy distintas de las de los prisioneros de Guantánamo. Según el Gobierno, estos individos son un peligro para el país, pero las pruebas de su peligrosidad no pueden presentarse en un jucio por no ser legalmente admisibles o porque pondrían en peligro a agentes de inteligencia. El objetivo de la nueva legislación sería sustituir a la antigua y evitar que estos "peligrosos criminales" sean puestos en libertad.
Estos argumentos no impresionaron a la oposición, y la ley fue derrotada en la Cámara de los Lores el lunes pasado y devuelta a la Cámara de los Comunes, donde fue enmendada, enviada de nuevo a la Cámara de los Lores y rechazada otra vez. Este ping pong entre ambas cámaras continuó varios días hasta la maratoniana sesión de 32 horas del viernes, la más larga de la historia del parlamento británico, donde por fin las concesiones del Primer Ministro fueron suficientes para que fuese aprobada. Tony Blair se plegó (sin admitirlo) a la exigencia de la oposición de que la nueva ley tenga que ser revisada en unos meses, la célebre "sunset clause"; ésta se unía a las otras enmiendas concedidas a la oposición, entre ellas el que fuesen los jueces en vez de el ministro del interior quienes tuviesen capacidad de dictar las ordenes de control.
El revuelo que ha causado esta ley y las dificultades que han supuesto para el Gobierno aprobarla se pueden explicar por el clima preelectoral que se respira en el Reino Unido (las elecciones generales se espera que sean en mayo). También pone de manifiesto que los británicos se toman las libertades civiles muy en serio. Otros asuntos pendientes en la agenda del Gobierno, como la introducción de documentos de identidad obligatorios, son muy polémicos y se enfrentan a un gran rechazo por cuanto que son percibidos como una intromisión en intimidad del ciudadano. Pero no todo el monte es orégano, y paradójicamente el Reino Unido es el país europeo con más cámaras de vigilancia en lugares públicos.
En cualquier caso, casos como este refuerzan mi admiración por el sistema parlamentario británico y la madurez de su democracia. La crónica política en los medios de comunicación serios suele estar dominada por debates como éste, u otros igual de importantes: educación, pensiones, economía. El hecho de que diputados del partido en el Gobierno se rebelen contra éste no es tan raro, y ya ocurrió hace no mucho con la guerra de Irak o la subida de las tasas universitarias; demuestra un vigor democrático digno de aplauso.
Por contra, en España la democracia que tenemos es de bastante poca calidad. Es comprensible ya que apenas tiene más de veinte años, mientras que el sistema parlamentario inglés se remonta a siglos atrás. Pero deberíamos ser conscientes de ello y no dormirnos en la autocomplacencia. Los tiempos que corren son especialmente deprimentes. Temas tan estúpidos como si el catalán y el valenciano son la misma lengua o si se ha de hacer tañer las campanas para conmemorar el 11M levantan más interés en los medios y en buena parte de la opinión pública que otros más serios y acuciantes. Iniciativas como el reciente plan del Gobierno para mejorar la competitividad del país pasan sin pena ni gloria pese a la importancia de la cuestión, y el debate político sobre educación se limita a algo tan anecdótico como si la asignatura de religión ha de ser obligatoria o no. La opinión pública sigue la política como si se tratara de fútbol, apoyando al partido político de su elección sin reconocer sus errores y criticando con saña el partido enemigo sin cederle el menor crédito por sus aciertos. Los partidos políticos son organizaciones monolíticas donde cualquier disensión es combatida como signo de debilidad y toda votación ha de ser unánime. Y los medios participan de este embrutecido panoráma político alimentando polémicas estériles y alinéandose con los bloques políticos tradicionales sin mostrar la menor independencia.
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