sábado, noviembre 26, 2005

Las persianas y don Benito

Una de las incomodidades más grandes de las casas británicas es que las ventajas no tienen persianas ni contraventanas. Ahora en invierno esto no tiene mucha importancia, pero en verano, cuando empieza a alborear sobre las cinco de la mañana, os aseguro que se echan de menos, sobre todo si tenéis el sueño tan ligero como yo. La única solución (imperfecta) es comprar cortinas o estores de plastico opaco.

La falta de persianas es una de las quejas más comunes entre los expatriados como yo, uno de los fastidios que más te llegan al alma, como el que pongan moqueta en la cocina o que los lavabos tengan dos grifos. Por eso el otro día me quedé a cuadros cuando alguien me enseñó el siguiente fragmento de la novela "Fortunata y Jacinta" de Benito Pérez Galdós:
Después hubo debate sobre quesos, diciendo D. Baldomero que los del Reino son también muy buenos. Luego tratose de las casas, que Moreno calificó de inhabitables. «Por eso todo el mundo vive en la calle». (...) «Pues mire usted -dijo Villalonga-: las casas serán todo lo malas que usted quiera; pero hay en las del extranjero una costumbre que maldita la gracia que tiene. Me refiero a la falta de maderas en los balcones y ventanas, por lo cual entra la luz desde que Dios amanece, y no puede usted pegar los ojos».

Pocas veces se siente uno identificado tan fuertemente con el personaje de una novela escrita hace tantos años. El resto del texto es también muy interesante. Se trata de una conversación entre familiares, en la que participa Moreno, un expatriado español en Inglaterra, del cual se dice que
Su persona tenía tal aire inglés, que quien le viera, tomaríale por uno de esos lores aburridos y millonarios que andan por el mundo sacudiéndose la morriña que les consume. Hasta cuando hablaba desmentía, no por afectación, sino por hábito, su progenie española, porque arrastraba un poco las erres y olvidaba algunos vocablos de los menos usuales. Se había educado en el célebre colegio de Eton; a los treinta años volvió a Inglaterra y allí vivía de continuo, salvo las cortas temporadas que pasaba en Madrid. Poseía el arte de la buena educación en su forma más exquisita, y una soltura de modales que cautivaba. Era ahijado de D. Baldomero I, y por esto seguía llamando padrino a D. Baldomero II.
Moreno es un gran crítico de España:
«Ya saben ustedes que no transijo con la patria -dijo sonriendo-. Mientras más la visito, menos me gusta. Por respeto a mi padrino, no me atrevo a decir más». Los gustos extranjeros de aquel hombre y el desamor que a su patria mostraba, eran ocasión de empeñadas reyertas entre él y D. Baldomero, que defendía todo lo del Reino con sincero entusiasmo. A veces perdía los estribos el buen español, sosteniendo que en todo lo de fuera hay mucho de farsa, y Moreno, extremando sus antipatías, sostenía que en España no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas de albillo y el Museo del Prado.
A los que vivimos fuera, siempre nos suelen dar rabietas cuando estamos de visita en España. Nos ponemos a criticar furibundamente todos sus defectos: la mala educación de la gente, el pésimo funcionamiento de la administración, el atraso tecnológico y laboral, la política arrabalera. Luego de vuelta al país donde vivimos las quejas pasan a dirigirse a éste: el clima, la comida, el transporte público decrépito, la sanidad precaria. Al final se pasa uno todo el santo día protestando. En la novela, Moreno concluye su perorata con una condena devastadora a la España atrasada y sin futuro de entonces.
«Yo de mí sé decir que cuando paso la frontera para acá recibo las más tristes impresiones. Habrá algo que admirar; a mí se me esconde, y no veo más que la grosería, los malos modos, la pobreza, hombres que parecen salvajes, liados en mantas; mujeres flacas... Lo que más me choca es lo desmedrado de la casta. Rara vez ve usted un hombrachón robusto y una mujer fresca. No lo duden ustedes, nuestra raza está mal alimentada, y no es de ahora; viene pasando hambres desde hace siglos... Mi país me es bastante antipático, y desde que me meto en el express de Irún ya estoy renegando. Por la mañana, cuando despierto en la Sierra y oigo pregonar el botijo e leche, me siento mal; créanlo ustedes... Al llegar a Madrid, y ver la gente de capa, las mujeres con mantones, las calles mal adoquinadas, y los caballos de los coches como esqueletos, no veo la hora de volverme a marchar».

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gran descubrimiento ese de Galdós. Suscribo totalmente tu comentario.
Saludos.